El Rincón del Nómada

El Rincón del Nómada
La libre soledad del ermitaño es el terreno más fértil para que germine y florezca la creatividad. (Foto propia, 2014. Isleta del Moro, Almería)

miércoles, 6 de abril de 2016

La niña que quería ser sirena

Érase una vez, una niña dulce, tierna y amorosa que soñaba con aprender a nadar. Su mayor anhelo era disfrutar en el agua como una sirena en el mar.

Lo había intentado muchas veces, pero sin saber de verdad cómo evitar tragar demasiada agua y sentirse ahogar. La angustia de aquellos recuerdos de malos momentos volvía a impedirle respirar, incluso cuando contemplaba hechizada el agua, durante horas, pero desde la seguridad de su orilla.

El temor a sus malos recuerdos era tan intenso que sólo se atrevía a entrar en las deseadas aguas aferrada a unos voluminosos flotadores de los que no osaba soltarse, embargada por las dudas, el miedo y la ansiedad.

Sin embargo, sus inquietudes no podían frenar sus deseos más profundos que se despertaban estimulantes, cada vez que escuchaba el susurro de los ríos o el suave canto de las olas marinas. Sabía que la llamaban. Y que algún día formarían un solo cuerpo armónicamente integrado en ese húmedo mundo. Pero esta convicción únicamente provocaba sus lágrimas de ansiedad que, al derramarse, aumentaban el ansiado caudal.

Un día, en el que, como tantos otros, se disponía a bañarse con sus colosales flotadores y estaba llorando por tener que usarlos, pero sin atreverse a prescindir de ellos, oyó sorprendida una voz que parecía dirigirse a ella, cargada de ternura y afecto...

— Bella niña, ¿por qué lloras?

Desconcertada y sorprendida, pues siempre buscaba la soledad para incubar sus sueños, miró en derredor, buscando el origen de la misteriosa e inesperada voz.

— ¿Quién eres? ¿Por qué me hablas?

Preguntó sin ver a su interlocutor, intrigada, pero en modo alguno asustada, tan dulce era el tono del invisible personaje.

— Estoy aquí, querida niña, en el agua. A tus pies. Soy un tritón que te ha estado observando desde hace mucho tiempo y quería pedirte que me enseñases a caminar en tierra firme. Me apasiona verte correr entre la hierba y las plantas, persiguiendo a las juguetonas mariposas y haciendo ramilletes de flores... ¡Me gustaría tanto acompañarte y jugar contigo!

Así se expresó el viejo tritón mientras salía del agua y posaba torpemente sus palmeados pies sobre la arena de la orilla, luchando a duras penas por mantener su inestable equilibrio en un medio que le era ajeno.

— ¡Es lo que más deseo en mi vida!Añadió con mirada dulce, implorante y esperanzada.

La niña, estupefacta, no podía dar crédito a lo que veía, oía y sentía. Nunca se había enfrentado a una situación como aquella ni a un personaje tan especial y diferente.

Superada la sorpresa, decidió que la experiencia podía valer la pena, si el tritón aceptaba el trato de que ella le enseñaría a caminar, correr y saltar, a cambio de que él le enseñase a nadar y bucear. A sentirse, por fin, como la sirena que soñaba. Al fin y al cabo, ninguno tenía nada que perder y era posible que mucho a ganar.

El tritón aceptó encantado el trato que sellaron con un cariñoso beso de complicidad y cogiéndose de la mano comenzaron ambos a caminar. A los pocos pasos, él tropezó y se cayó, arrastrando en su caída a la niña, con lo que ambos se dieron tal trompazo que quedaron compungidos temiendo que, tal vez, no había sido una buena idea el acuerdo que habían pactado...

Cuando se recuperaron del porrazo y para evitar nuevos riegos, la niña corrió a su casa y tomando unas viejas muletas de su abuelo, volvió junto a su amigo para que, con ellas, le fuese más fácil mantener el equilibrio.

En días sucesivos, la niña se calzaba sus aparatosos flotadores y se metía en al agua junto a su nuevo y ya muy querido amigo que se sumergía en su medio natural, silencioso pero con una mirada que la chiquilla no alcanzaba a interpretar.

Y así, durante varios días, fueron felices y rieron juntos, compartiendo momentos inolvidables sin temor a nuevas caídas, aunque las muletas y su manejo no permitían al tritón correr ni saltar junto a su joven amiga. La joven lo echaba de menos, pero comprendía que tampoco ella podía seguir las gráciles e ingrávidas piruetas de su compañero, cuando ambos se sumergían en el agua... Los flotadores se lo impedían; como las muletas de él, eran el precio por la inseguridad frente al miedo del riesgo.

A pesar de ello, un día observó en tierra que el tritón se movía con mayor soltura y agilidad de las usuales, dando la sensación de que las muletas eran más un lastre o un estorbo que una ayuda. Se quedó pensativa y...

Entonces, muy seria y razonable, le dijo a su amigo:

— Deja ya las muletas, abandónalas para siempre. Si dependes de ellas o crees que no puedes moverte sin ellas, nunca llegarás a hacerlo como yo lo hago y me frenarás a mí. Debes aprender a conocer este medio y conocerte a ti en tu relación con él. Olvida tus miedos. Elimina tus temores. Y, si te caes o tropiezas, no te preocupes; también me ocurre a mí. Es normal y hay aceptarlo. Sólo importa saber levantarse y seguir jugando. Con alegría para disfrutar de mi compañía plenamente y de todo lo que nos ofrece la Naturaleza.

(N.del A.: Seguramente la niña se expresó de forma más coloquial, pero ésta es una servidumbre del narrador que transcribe la historia. Espero que sea disculpada la licencia)
.

Aún no había terminado de decirlo, cuando observó estupefacta como su amigo se deshacía de las muletas y, después de alejarse, dando varios saltos con sus pertinentes piruetas, regresó corriendo con firme desenvoltura a su lado para decirle con la sonrisa pintada en la boca y asomando por la mirada:

— Gracias, querida niña. Al fin te has dado cuenta por ti misma. Te confesaré un secreto. Nunca necesité esas muletas, era tu forma de pensar y sentir quien las precisaba para ayudar a caminar a tu mente hacia la inteligente reflexión que me has regalado, creyendo que el necesitado era yo. Igual que con las muletas, sucede con tus flotadores. Ni con ellos ni desde la orilla, podrás conocer el fondo del agua que te atrae e ilusiona, mientras ella, paciente, te espera. Sólo empapándote, fundiéndote con ella, llegaréis a ser algo único que os hará felices a ambas... ¡Vamos al agua! 
Sin flotadores comprobarás que, sólo nadando en libertad, aprenderás a nadar, no tienes nada que temer. Debes ser consciente de que no te ahogaré ni te dejaré ahogar.

Y juntos corrieron de la mano para disfrutar del amoroso abrazo húmedo que por siempre compartirán y les acompañará. Fueron felices y comieron perdices... o sardinas, según los días.

La niña aprendió que hay que confiar para conocer. Porque, si se espera a conocer para confiar, nunca se logra lo uno ni lo otro.

Vale la pena tragar un poco de agua o tener algún tropezón.

FRM [06/04/2016]

(Foto de archivo)

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